/ jueves 1 de octubre de 2020

Democracia, esperanza y justica

Si bien en 2018, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt publicaron el influyente libro Hovo Democracies Die, un texto que llegó a enriquecer el debate sobre el futuro de la democracia en un momento muy oportuno, pues algunas democracias en distintas partes del mundo mostraban señales de gran debilidad ante el avance de partidos, movimientos y líderes iliberales y populistas.

En ese libro, Levitsky y Ziblatt presentan ejemplos de la historia que exponen la forma en que líderes políticos externos al sistema, llegan al poder bajo la promesa de sacar del poder a la clase política tradicional, percibida como autocomplaciente, insensible y corrupta, para después cimentar un régimen autoritario.

Un año antes, Ziblatt publicó otro libro en solitario en el que adelanta algunas de las ideas que aparecerían después, pero en el que se concentra en un tema particular que tal vez a algunos les podría parecer contradictorio, y que es la importancia central que han tenido los partidos conservadores y de derecha para el sostenimiento de la democracia.

Es verdad que durante los siglos XIX y principios del XX, los movimientos y partidos conservadores representaban los intereses de aquellos sectores de la sociedad que más se sentían amenazados por el avance de la democracia electoral, del voto universal y el avance de los partidos laboristas y de izquierda.

Tradicionalmente los conservadores habían combatido la democracia. Las reformas democráticas del siglo XIX colocaban a las élites aristocráticas de Europa en el dilema de sumarse o no a los cambios que potencialmente afectarían sus privilegios y riqueza.

Creo y mi punto es que una de las lecciones que ofrece Ziblatt es que la clave para la supervivencia de la democracia no se define en las ideologías, sino en cuál es la actitud de un grupo político frente a las propuestas autoritarias: si las toleran y se suman a ellas, como sucedió en la Alemania de entreguerras, o si las combaten, como ha sucedido en Bélgica o Suecia.

Siempre que en una democracia existe un grupo social relevante, con voz, ideas e intereses afines y que tiene la voluntad de participar legítimamente en la disputa por el poder, con independencia de su inclinación ideológica, lo ideal es que tengan la oportunidad de movilizarse por medio de las elecciones. La incapacidad de estos grupos para organizarse como partidos, por miopía política o peor aún, por la cancelación de su derecho político de participación, puede llevarlos a que incuben y apoyen eventualmente movimientos y opciones autoritarias que pongan en peligro la democracia.

Cambiando de tema, como sabe usted amable lector, la independencia de México se escribió con sangre en varios años de lucha que dieron paso a un Imperio. Agustín de Iturbide cayó y la época de la anarquía nos costó perder territorio nacional. La división entre mexicanos, clero y fuerzas armadas lo facilitaron. La guerra con Estados Unidos fue una consecuencia de la expansión de su imperialismo y nuestra debilidad.

Fue Benito Juárez quien logró reunificar la República frente al nuevo imperio europeo. Fundó así al Estado mexicano, promulgó las leyes de Reforma, separó al clero del gobierno, fundó el registro civil, inició la recuperación económica y facilitó una nueva Constitución liberal y estabilizó a la nación. Su fama de estadista, de creador de instituciones y libertades rebasó fronteras y se inscribió en la historia mundial.

Construir requiere de convocar a todos en una meta para lograr el progreso. Destruir con tan solo dividir y confrontar es suficiente. Un Presidente simboliza las instituciones, él mismo es una institución, que en una democracia debe conducir en consenso, no eliminar disidencia o cerrar el diálogo con descalificaciones.

México es un país plural, con contrastes, con facetas, y no se puede gobernar con una sola visión, se deben incluir a todos los que con sus diferencias también aman a México, sea quien sea. Un estadista es generalmente un humanista.

Si bien en 2018, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt publicaron el influyente libro Hovo Democracies Die, un texto que llegó a enriquecer el debate sobre el futuro de la democracia en un momento muy oportuno, pues algunas democracias en distintas partes del mundo mostraban señales de gran debilidad ante el avance de partidos, movimientos y líderes iliberales y populistas.

En ese libro, Levitsky y Ziblatt presentan ejemplos de la historia que exponen la forma en que líderes políticos externos al sistema, llegan al poder bajo la promesa de sacar del poder a la clase política tradicional, percibida como autocomplaciente, insensible y corrupta, para después cimentar un régimen autoritario.

Un año antes, Ziblatt publicó otro libro en solitario en el que adelanta algunas de las ideas que aparecerían después, pero en el que se concentra en un tema particular que tal vez a algunos les podría parecer contradictorio, y que es la importancia central que han tenido los partidos conservadores y de derecha para el sostenimiento de la democracia.

Es verdad que durante los siglos XIX y principios del XX, los movimientos y partidos conservadores representaban los intereses de aquellos sectores de la sociedad que más se sentían amenazados por el avance de la democracia electoral, del voto universal y el avance de los partidos laboristas y de izquierda.

Tradicionalmente los conservadores habían combatido la democracia. Las reformas democráticas del siglo XIX colocaban a las élites aristocráticas de Europa en el dilema de sumarse o no a los cambios que potencialmente afectarían sus privilegios y riqueza.

Creo y mi punto es que una de las lecciones que ofrece Ziblatt es que la clave para la supervivencia de la democracia no se define en las ideologías, sino en cuál es la actitud de un grupo político frente a las propuestas autoritarias: si las toleran y se suman a ellas, como sucedió en la Alemania de entreguerras, o si las combaten, como ha sucedido en Bélgica o Suecia.

Siempre que en una democracia existe un grupo social relevante, con voz, ideas e intereses afines y que tiene la voluntad de participar legítimamente en la disputa por el poder, con independencia de su inclinación ideológica, lo ideal es que tengan la oportunidad de movilizarse por medio de las elecciones. La incapacidad de estos grupos para organizarse como partidos, por miopía política o peor aún, por la cancelación de su derecho político de participación, puede llevarlos a que incuben y apoyen eventualmente movimientos y opciones autoritarias que pongan en peligro la democracia.

Cambiando de tema, como sabe usted amable lector, la independencia de México se escribió con sangre en varios años de lucha que dieron paso a un Imperio. Agustín de Iturbide cayó y la época de la anarquía nos costó perder territorio nacional. La división entre mexicanos, clero y fuerzas armadas lo facilitaron. La guerra con Estados Unidos fue una consecuencia de la expansión de su imperialismo y nuestra debilidad.

Fue Benito Juárez quien logró reunificar la República frente al nuevo imperio europeo. Fundó así al Estado mexicano, promulgó las leyes de Reforma, separó al clero del gobierno, fundó el registro civil, inició la recuperación económica y facilitó una nueva Constitución liberal y estabilizó a la nación. Su fama de estadista, de creador de instituciones y libertades rebasó fronteras y se inscribió en la historia mundial.

Construir requiere de convocar a todos en una meta para lograr el progreso. Destruir con tan solo dividir y confrontar es suficiente. Un Presidente simboliza las instituciones, él mismo es una institución, que en una democracia debe conducir en consenso, no eliminar disidencia o cerrar el diálogo con descalificaciones.

México es un país plural, con contrastes, con facetas, y no se puede gobernar con una sola visión, se deben incluir a todos los que con sus diferencias también aman a México, sea quien sea. Un estadista es generalmente un humanista.