/ miércoles 21 de febrero de 2024

Oxigenar a la clase política

Dice la vieja frase que los extremos se tocan, que a pesar de que implican una aparente diferencia y simbolizan lo opuesto, terminan apuntando a una misma cuestión. Tal pareciera que ese es el principio que rige nuestra actualidad como país al observar la manera en la que pasamos, en un par de minutos con el simple cambiar la hoja del periódico o un parpadeo en las redes sociales, de la narración de un espectáculo absurdo, banal y risible, a tener frente a nosotros y nosotras una terrible noticia que subraya y enfatiza la definición de la tragedia.

Ya no hay matices ni pausas que nos permitan entender el galimatías que implica la realidad de nuestro país: la boca del estómago se anuda por el dolor y el corazón se envuelve con el latido de la exasperación.

El libro de cabecera de la clase política mundial, El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, filósofo italiano del Renacimiento 1469-1527, es el que continúa promoviendo esa imagen del político dispuesto a hacer cualquier cosa para obtener y mantener el poder. En esa obra, Maquiavelo pone sobre la mesa de discusión aquella parte de la naturaleza humana que con frecuencia rehusamos confrontar.

Aunque sus teorías se han convertido en una base del estudio de la ciencia política, ha sido también relacionada con el lado oscuro y negativo del ejercicio del poder, por sus teorías de la crueldad como vía para gobernar o apoderarse de un Estado.

Maquiavelo plantea que la obtención y la retención del poder son el fin último y, por lo tanto, todo lo que sea necesario para lograrlo está justificado.

Pero también tiene consideraciones importantes acerca de lo que es la política, qué es el poder y, por ende, cómo debería ser el liderazgo político.

Concluye Nicolás Maquiavelo en El Príncipe: "La condición humana es ingrata, inconsciente y cobarde, por lo tanto, es mejor que el Príncipe (gobernante), sea temido que amado". Dick Morris explica: "El arte de liderazgo es mantener un impulso lo suficientemente adelantado como para controlar los acontecimientos y mover la política pública, sin perder el apoyo público". Si Maquiavelo estuviera vivo hoy aconsejaría el idealismo como el camino más pragmático.

Según Morris, uno puede satisfacer sus intereses y promover los intereses del electorado al mismo tiempo, aunque pareciera un tanto ingenuo hacer tal afirmación.

El filósofo inglés Tomás Hobbes creía algo parecido. En su tratado Leviatán habla del "estado de naturaleza". En ese estado, imagina Hobbes, los humanos actúan aisladamente obsesionados por su propio placer, interés y preservación. Su única motivación es un deseo permanente e insaciable de acumular poder, deseo que solo cesa con la muerte.

El estado de naturaleza lleva al hombre a una competencia sin fin y a veces violenta.

En él no hay confianza ni colaboración. Solo lucha de individuos y conflictos entre sus intereses. Egoístas todos, todos quieren para sí el mayor provecho.

Así es que, síntesis extrema que espero me disculpe el señor Hobbes, la solución es la existencia del Estado, producto de un acuerdo social en el que todos ceden un poco en sus libertades en pro del beneficio común.

Pero dice Hobbes, los pactos que no descansan en espadas no son más que palabras.

Por ello debe haber un poder que vigile el cumplimiento del acuerdo, que sancione a quienes lo violen, que esté atento a que nadie se beneficie de la transgresión a los términos del acuerdo.

Juan Jacobo Rousseau tiene otra hipótesis. Para él, el ser humano es el buen salvaje, inocente por naturaleza que vive en armonía con sus prójimos y que se ve alterado, deformado.

Dice la vieja frase que los extremos se tocan, que a pesar de que implican una aparente diferencia y simbolizan lo opuesto, terminan apuntando a una misma cuestión. Tal pareciera que ese es el principio que rige nuestra actualidad como país al observar la manera en la que pasamos, en un par de minutos con el simple cambiar la hoja del periódico o un parpadeo en las redes sociales, de la narración de un espectáculo absurdo, banal y risible, a tener frente a nosotros y nosotras una terrible noticia que subraya y enfatiza la definición de la tragedia.

Ya no hay matices ni pausas que nos permitan entender el galimatías que implica la realidad de nuestro país: la boca del estómago se anuda por el dolor y el corazón se envuelve con el latido de la exasperación.

El libro de cabecera de la clase política mundial, El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, filósofo italiano del Renacimiento 1469-1527, es el que continúa promoviendo esa imagen del político dispuesto a hacer cualquier cosa para obtener y mantener el poder. En esa obra, Maquiavelo pone sobre la mesa de discusión aquella parte de la naturaleza humana que con frecuencia rehusamos confrontar.

Aunque sus teorías se han convertido en una base del estudio de la ciencia política, ha sido también relacionada con el lado oscuro y negativo del ejercicio del poder, por sus teorías de la crueldad como vía para gobernar o apoderarse de un Estado.

Maquiavelo plantea que la obtención y la retención del poder son el fin último y, por lo tanto, todo lo que sea necesario para lograrlo está justificado.

Pero también tiene consideraciones importantes acerca de lo que es la política, qué es el poder y, por ende, cómo debería ser el liderazgo político.

Concluye Nicolás Maquiavelo en El Príncipe: "La condición humana es ingrata, inconsciente y cobarde, por lo tanto, es mejor que el Príncipe (gobernante), sea temido que amado". Dick Morris explica: "El arte de liderazgo es mantener un impulso lo suficientemente adelantado como para controlar los acontecimientos y mover la política pública, sin perder el apoyo público". Si Maquiavelo estuviera vivo hoy aconsejaría el idealismo como el camino más pragmático.

Según Morris, uno puede satisfacer sus intereses y promover los intereses del electorado al mismo tiempo, aunque pareciera un tanto ingenuo hacer tal afirmación.

El filósofo inglés Tomás Hobbes creía algo parecido. En su tratado Leviatán habla del "estado de naturaleza". En ese estado, imagina Hobbes, los humanos actúan aisladamente obsesionados por su propio placer, interés y preservación. Su única motivación es un deseo permanente e insaciable de acumular poder, deseo que solo cesa con la muerte.

El estado de naturaleza lleva al hombre a una competencia sin fin y a veces violenta.

En él no hay confianza ni colaboración. Solo lucha de individuos y conflictos entre sus intereses. Egoístas todos, todos quieren para sí el mayor provecho.

Así es que, síntesis extrema que espero me disculpe el señor Hobbes, la solución es la existencia del Estado, producto de un acuerdo social en el que todos ceden un poco en sus libertades en pro del beneficio común.

Pero dice Hobbes, los pactos que no descansan en espadas no son más que palabras.

Por ello debe haber un poder que vigile el cumplimiento del acuerdo, que sancione a quienes lo violen, que esté atento a que nadie se beneficie de la transgresión a los términos del acuerdo.

Juan Jacobo Rousseau tiene otra hipótesis. Para él, el ser humano es el buen salvaje, inocente por naturaleza que vive en armonía con sus prójimos y que se ve alterado, deformado.